Extracto: El cielo con las manos

Aquellas cosas que le vengo contando, aunque sucedieron hace mucho, siguen vivas en mí. Aurora no ha muerto, jamás murió en mi memoria, y por eso ahora recobra tanta vida, genera tanto pánico. Yo no sé si la he seguido amando, si la amo todavía, pero sé que el amor que le profesé me marcó todos estos años. Y eso no es poquita cosa. Me quedé recordándola en silencio, queriéndola acaso, de manera impotente, concreta y tangiblemente inútil, sin atreverme a decírselo, a buscarla, a obligarla a ser partícipe responsable de lo que hizo. Porque un amor nunca es producto de una sola persona; no hay práctica unilateral en el amor. Ella fue responsable de que yo la quisiera. Y por eso tengo tanta bronca, también.

Ahora me siento doblegado. Ha de ser por eso que insisto en esta sensación de culpa, que seguramente no es sino la expresión de culpas viejas, de una rabia sólida como un dintel de madera de lapacho. Porque uno es tramposo, no hay caso: en vez de largarse a llorar, en lugar de reconocer que uno está hecho pelotas, opta por digresiones como ésta para retener su atención, para que no me deje solo, Jaime. No hay nada peor que el miedo a estar solo. Lo cual es una soberana estupidez, porque siempre estamos solos, porque a todos nos faltan las Auroras, porque todos alguna vez amamos a una Aurora que nos cagó la vida.

Y uno, entonces, se queda así. Aferrado a una oreja como la suya, pero para descubrir a cada momento que no tiene rumbo, que los rumbos no existen y sólo hay caminos que conducen a ninguna parte, escenarios que se cree recordar, caras que aparecen para luego esfumarse. Y hay, también, un amor y un odio así de grande, como éstos, que ya no sé cómo hacer para explicarlos, para racionalizarlos a fin de que duelan menos, porque la racionalización, usted sabe, es una manera de enfriar las cosas.

El Cielo con las manos, Mempo Giardinelli.

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